No me quedan dudas, aprendí a admirar y a querer a Fidel gracias a mi padre. Desde muy pequeña me hizo comprender la verdad de aquel hombre al que mi madre, además, elogiaba por su viril compostura y su mirada firme y buena.
Para ellos, humildes obreros, la Revolución fue algo más que un suceso de la historia, fue la oportunidad de sentirse iguales y trazar el sendero de sus hijos. Mi padre, revolucionario de fe y convicciones, tiene a Fidel en la cúspide de los valores y aunque es un crítico acérrimo de lo mal hecho y de lo que empaña la obra gestada y conformada bajo su guía, ha sufrido en silencio la ausencia física del Comandante del escenario público, porque papi, como todos los que llevamos a Fidel en el corazón confiamos todos los días en su lucidez y en la orientación oportuna para el momento justo, aún a pesar de sus dolencias.
Dentro de minutos, como yo y la mayoría de los cubanos y amigos -o enemigos- de cualquier latitud del mundo, mi padre, acompañado de mi madre escuchará atento las ideas de Fidel sobre la situación en el Oriente Medio. Tal vez no expresará sus sentimientos e impresiones con palabras hasta haber terminado la emisión de la Mesa Redonda, pero en cada uno de sus gestos y ademanes sabré interpretar su empatía, su satisfacción por verle desde la pantalla, por saberle como uno más en este combate cortidiano al que se entregó sin límites y queriendo que los días tuvieran más de 24 horas. Fidel hoy será su gran alegría. La disfrutaremos juntos.
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