Veinte años son algo en la escala política y diplomática. De hecho, pueden definir con exactitud la verticalidad de una conducta, o lo mañoso, sucio y obsesivo de un comportamiento.
Y en el caso del bloqueo económico, comercial y financiero de los Estados Unidos a Cuba, rechazado este octubre por vigésima ocasión en la Asamblea General de la ONU, se reúnen ambos factores.
Por un lado, la denuncia clara, precisa, contundente y enjundiosa en datos y cifras, de la Isla con relación al cerco imperialista que se prolonga durante casi medio siglo.
Todo, junto a la reiterada posición de condena a la política gringa de la inmensa mayoría de la humanidad, aun cuando el principal aludido sigue prestando oídos sordos al reclamo global.
De la otra parte, precisamente, la acendrada y terca posición oficial norteamericana, que por decenios no hace otra cosa que mentir en la máxima tribuna internacional cuando insiste en presentar la agresión económica a la Ínsula como un asunto meramente bilateral.
O cuando utiliza los términos “relaciones comerciales” al referirse a trabajosas y controvertidas ventas unilaterales de alimentos a La Habana, o cuando intenta minimizar los efectos de un cerco que ya ha causado a los cubanos pérdidas cercanas al billón de dólares, y marcado con penurias y escasez todo el tiempo de vida de más del 70 por ciento de nuestros ciudadanos de hoy.
Desde luego, a nuestra nación le cabe un inmenso mérito: el de la más enconada resistencia.
Ese trofeo es el que le reconocen con admiración los pueblos del mundo, y es el que los anima, año tras año, a pesar de intensas presiones imperiales, a declararse contrarios al bloqueo y emitir su voto a favor de las resoluciones cubanas que demandan el fin de semejante política genocida.
Mientras, Washington queda casi en solitario, escrutinio tras escrutinio, como el terco prepotente que no considera válida o sensata cualquier opinión que no admita sus sórdidos propósitos.
Por demás, la votación sobre el bloqueo, convertida en formidable batalla política cada año desde hace cuatro lustros, coloca nuevamente sobre la mesa las malformaciones impuestas por los poderosos al máximo organismo internacional.
Resulta contraproducente que las decisiones de la Asamblea General, el órgano más representativo y abierto de la ONU, solo tengan valor vinculante, y permitan que las acciones agresivas del imperio no puedan ser desechas, y que los culpables resulten sancionados debidamente.
Es de las otras injusticias que tienen que ser barridas, para que la democracia real se convierta en el pivote de unos vínculos globales verdaderamente racionales y efectivos. (Por Néstor Núñez, AIN)
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